Literatura · Relatos breves

La ciudad de la lluvia

Cuando llegué a la ciudad de la lluvia era uno de esos extraños días en los que lucía un sol poderoso. Sus habitantes salían a la calle con sombreros de ala ancha, con el fin de protegerse de los potentes rayos solares que quemaban la piel e irritaban el carácter.  Se decía, sin embargo, que apenas comenzaba la tarde un rugido sobrenatural partía el cielo en dos, y en un abrir y cerrar de ojos, el terrible aguacero espantaba a cualquiera que anduviera desprevenido.

Yo venía de tierras áridas donde apenas caían cuatro gotas al año y la mañana que amanecía lluviosa se consideraba una fiesta local.  En esos escasos días, los chiquillos recuperaban las viejas katiuskas para jugar sobre los charcos y los adultos se afanaban en buscar los maltrechos paraguas para evitar los catarros,  mientras un denso tráfico colapsaba las calles, pues nadie sabía cómo andar bajo el chaparrón.

Así que aquella tarde en la ciudad de la lluvia yo aguardaba ansiosa el espectáculo del agua sobre mi cabeza. En la espera me preguntaba si sería una lluvia intensa, de las persistentes que alcanzan la noche o tal vez una lluvia fina, de esas que calan en la ropa y el alma. Con un poco de suerte —me decía a tenor de las nubes oscuras que señoreaban el cielo aquella mañana—, tal vez se avecine una gran tormenta tropical.

Ya el reloj marcó más de la una, de las dos e incluso las tres y el ambiente seguía limpio y sin rastro de llovizna. Aquel día la lluvia caprichosa no quiso salir a lucir su cadencia hasta después del atardecer. Para ese momento yo ya me había enamorado de aquel viejo sol que se escondía entre las majestuosas montañas, y la lluvia entonces, asomaba en mis cautivados ojos.

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